domingo, 11 de septiembre de 2011

BORGES

Tlön, Uqbar, Orbis Tertius
[Cuento. Texto completo]

Jorge Luis Borges

I

Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo-American Cyclopaedía (New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores -a muy pocos lectores- la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres. Le pregunté el origen de esa memorable sentencia y me contestó que The Anglo-American Cyclopaedia la registraba, en su artículo sobre Uqbar. La quinta (que habíamos alquilado amueblada) poseía un ejemplar de esa obra. En las últimas páginas del volumen XLVI dimos con un artículo sobre Upsala; en las primeras del XLVII, con uno sobre Ural-Altaic Languages, pero ni una palabra sobre Uqbar. Bioy, un poco azorado, interrogó los tomos del índice. Agotó en vano todas las lecciones imaginables: Ukbar, Ucbar, Ookbar, Oukbahr... Antes de irse, me dijo que era una región del Irak o del Asia Menor. Confieso que asentí con alguna incomodidad. Conjeturé que ese país indocumentado y ese heresiarca anónimo eran una ficción improvisada por la modestia de Bioy para justificar una frase. El examen estéril de uno de los atlas de Justus Perthes fortaleció mi duda.

Al día siguiente, Bioy me llamó desde Buenos Aires. Me dijo que tenía a la vista el artículo sobre Uqbar, en el volumen XXVI de la Enciclopedia. No constaba el nombre del heresiarca, pero sí la noticia de su doctrina, formulada en palabras casi idénticas a las repetidas por él, aunque -tal vez- literariamente inferiores. Él había recordado: Copulation and mirrors are abominable. El texto de la Enciclopedia decía: Para uno de esos gnósticos, el visible universo era una ilusión o (más precisamente) un sofisma. Los espejos y la paternidad son abominables (mirrors and fatherhood are hateful) porque lo multiplican y lo divulgan. Le dije, sin faltar a la verdad, que me gustaría ver ese artículo. A los pocos días lo trajo. Lo cual me sorprendió, porque los escrupulosas índices cartográficos de la Erdkunde de Ritter ignoraban con plenitud el nombre de Uqbar.

El volumen que trajo Bioy era efectivamente el XXVI de la Anglo-American Cyclopaedia. En la falsa carátula y en el lomo, la indicación alfabética (Tor-Ups) era la de nuestro ejemplar, pero en vez de 917 páginas constaba de 921. Esas cuatro páginas adicionales comprendían al artículo sobre Uqbar; no previsto (como habrá advertido el lector) por la indicación alfabética. Comprobamos después que no hay otra diferencia entre los volúmenes. Los dos (según creo haber indicado) son reimpresiones de la décima Encyclopaedia Britannica. Bioy había adquirido su ejemplar en uno de tantos remates.

Leímos con algún cuidado el artículo. El pasaje recordado por Bioy era tal vez el único sorprendente. El resto parecía muy verosímil, muy ajustado al tono general de la obra y (como es natural) un poco aburrido. Releyéndolo, descubrimos bajo su rigurosa escritura una fundamental vaguedad. De los catorce nombres que figuraban en la parte geográfica, sólo reconocimos tres -Jorasán, Armenia, Erzerum-, interpolados en el texto de un modo ambiguo. De los nombres históricos, uno solo: el impostor Esmerdis el mago, invocado más bien como una metáfora. La nota parecía precisar las fronteras de Uqbar, pero sus nebulosos puntos de referencias eran ríos y cráteres y cadenas de esa misma región. Leímos, verbigracia, que las tierras bajas de Tsai Jaldún y el delta del Axa definen la frontera del sur y que en las islas de ese delta procrean los caballos salvajes. Eso, al principio de la página 918. En la sección histórica (página 920) supimos que a raíz de las persecuciones religiosas del siglo trece, los ortodoxos buscaron amparo en las islas, donde perduran todavía sus obeliscos y donde no es raro exhumar sus espejos de piedra. La sección idioma y literatura era breve. Un solo rasgo memorable: anotaba que la literatura de Uqbar era de carácter fantástico y que sus epopeyas y sus leyendas no se referían jamás a la realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Mlejnas y de Tlön... La bibliografía enumeraba cuatro volúmenes que no hemos encontrado hasta ahora, aunque el tercero -Silas Haslam: History of the Land Called Uqbar, 1874-figura en los catálogos de librería de Bernard Quaritch.1 El primero, Lesbare und lesenswerthe Bemerkungen über das Land Ukkbar in Klein-Asien, data de 1641 y es obra de Johannes Valentinus Andreä. El hecho es significativo; un par de años después, di con ese nombre en las inesperadas páginas de De Quincey (Writings, decimotercero volumen) y supe que era el de un teólogo alemán que a principios del siglo XVII describió la imaginaria comunidad de la Rosa-Cruz -que otros luego fundaron, a imitación de lo prefigurado por él.

Esa noche visitamos la Biblioteca Nacional. En vano fatigamos atlas, catálogos, anuarios de sociedades geográficas, memorias de viajeros e historiadores: nadie había estado nunca en Uqbar. El índice general de la enciclopedia de Bioy tampoco registraba ese nombre. Al día siguiente, Carlos Mastronardi (a quien yo había referido el asunto) advirtió en una librería de Corrientes y Talcahuano los negros y dorados lomos de la Anglo-American Cyclopaedía... Entró e interrogó el volumen XXVI. Naturalmente, no dio con el menor indicio de Uqbar.

II

Algún recuerdo limitado y menguante de Herbert Ashe, ingeniero de los ferrocarriles del Sur, persiste en el hotel de Adrogué, entre las efusivas madreselvas y en el fondo ilusorio de los espejos. En vida padeció de irrealidad, como tantos ingleses; muerto, no es siquiera el fantasma que ya era entonces. Era alto y desganado y su cansada barba rectangular había sido roja. Entiendo que era viudo, sin hijos. Cada tantos años iba a Inglaterra: a visitar (juzgo por unas fotografías que nos mostró) un reloj de sol y unos robles. Mi padre había estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo. Solían ejercer un intercambio de libros y de periódicos; solían batirse al ajedrez, taciturnamente... Lo recuerdo en el corredor del hotel, con un libro de matemáticas en la mano, mirando a veces los colores irrecuperables del cielo. Una tarde, hablamos del sistema duodecimal de numeración (en el que doce se escribe 10). Ashe dijo que precisamente estaba trasladando no sé qué tablas duodecimales a sexagesimales (en las que sesenta se escribe 10). Agregó que ese trabajo le había sido encargado por un noruego: en Rio Grande do Sul. Ocho años que lo conocíamos y no había mencionado nunca su estadía en esa región... Hablamos de vida pastoril, de capangas, de la etimología brasilera de la palabra gaucho (que algunos viejos orientales todavía pronuncian gaúcho) y nada más se dijo -Dios me perdone- de funciones duodecimales. En setiembre de 1937 (no estábamos nosotros en el hotel) Herbert Ashe murió de la rotura de un aneurisma. Días antes, había recibido del Brasil un paquete sellado y certificado. Era un libro en octavo mayor. Ashe lo dejó en el bar, donde -meses después- lo encontré. Me puse a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré, porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y Orbis Tertius. En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua en los cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que en esa tarde sentí. El libro estaba redactado en inglés y lo integraban 1001 páginas. En el amarillo lomo de cuero leí estas curiosas palabras que la falsa carátula repetía: A First Encyclopaedia of Tlön. vol. XI. Hlaer to Jangr. No había indicación de fecha ni de lugar. En la primera página y en una hoja de papel de seda que cubría una de las láminas en colores había estampado un óvalo azul con esta inscripción: Orbis Tertius. Hacía dos años que yo había descubierto en un tomo de cierta enciclopedia práctica una somera descripción de un falso país; ahora me deparaba el azar algo más precioso y más arduo. Ahora tenía en las manos un vasto fragmento metódico de la historia total de un planeta desconocido, con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica. Todo ello articulado, coherente, sin visible propósito doctrinal o tono paródico.

En el "onceno tomo" de que hablo hay alusiones a tomos ulteriores y precedentes. Néstor Ibarra, en un artículo ya clásico de la N. R. F., ha negado que existen esos aláteres; Ezequiel Martínez Estrada y Drieu La Rochelle han refutado, quizá victoriosamente, esa duda. El hecho es que hasta ahora las pesquisas más diligentes han sido estériles. En vano hemos desordenado las bibliotecas de las dos Américas y de Europa. Alfonso Reyes, harto de esas fatigas subalternas de índole policial, propone que entre todos acometamos la obra de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: ex ungue leonem. Calcula, entre veras y burlas, que una generación de tlönistas puede bastar. Ese arriesgado cómputo nos retrae al problema fundamental: ¿Quiénes inventaron a Tlön? El plural es inevitable, porque la hipótesis de un solo inventor -de un infinito Leibniz obrando en la tiniebla y en la modestia- ha sido descartada unánimemente. Se conjetura que este brave new world es obra de una sociedad secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas, de químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras... dirigidos por un oscuro hombre de genio. Abundan individuos que dominan esas disciplinas diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de subordinar la invención a un riguroso plan sistemático. Ese plan es tan vasto que la contribución de cada escritor es infinitesimal. Al principio se creyó que Tlön era un mero caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe que es un cosmos y las íntimas leyes que lo rigen han sido formuladas, siquiera en modo provisional. Básteme recordar que las contradicciones aparentes del Onceno Tomo son la piedra fundamental de la prueba de que existen los otros: tan lúcido y tan justo es el orden que se ha observado en él. Las revistas populares han divulgado, con perdonable exceso, la zoología y la topografía de Tlön; yo pienso que sus tigres transparentes y sus torres de sangre no merecen, tal vez, la continua atención de todos los hombres. Yo me atrevo a pedir unos minutos para su concepto del universo.

Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admiten la menor réplica y no causan la menor convicción. Ese dictamen es del todo verídico en su aplicación a la tierra; del todo falso en Tlön. Las naciones de ese planeta son -congénitamente- idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su lenguaje -la religión, las letras, la metafísica- presuponen el idealismo. El mundo para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie heterogénea de actos independientes. Es sucesivo, temporal, no espacial. No hay sustantivos en la conjetural Ursprache de Tlön, de la que proceden los idiomas "actuales" y los dialectos: hay verbos impersonales, calificados por sufijos (o prefijos) monosilábicos de valor adverbial. Por ejemplo: no hay palabra que corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer o lunar. Surgió la luna sobre el río se dice hlör u fang axaxaxas mlö o sea en su orden: hacia arriba (upward) detrás duradero-fluir luneció. (Xul Solar traduce con brevedad: upa tras perfluyue lunó. Upward, behind the onstreaming it mooned.

Lo anterior se refiere a los idiomas del hemisferio austral. En los del hemisferio boreal (de cuya Ursprache hay muy pocos datos en el Onceno Tomo) la célula primordial no es el verbo, sino el adjetivo monosilábico. El sustantivo se forma por acumulación de adjetivos. No se dice luna: se dice aéreo-claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue-de1 cielo o cualquier otra agregación. En el caso elegido la masa de adjetivos corresponde a un objeto real; el hecho es puramente fortuito. En la literatura de este hemisferio (como en el mundo subsistente de Meinong) abundan los objetos ideales, convocados y disueltos en un momento, según las necesidades poéticas. Los determina, a veces, la mera simultaneidad. Hay objetos compuestos de dos términos, uno de carácter visual y otro auditivo: el color del naciente y el remoto grito de un pájaro. Los hay de muchos: el sol y el agua contra el pecho del nadador, el vago rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados, la sensación de quien se deja llevar por un río y también por el sueño. Esos objetos de segundo grado pueden combinarse con otros; el proceso, mediante ciertas abreviaturas, es prácticamente infinito. Hay poemas famosos compuestos de una sola enorme palabra. Esta palabra integra un objeto poético creado por el autor. El hecho de que nadie crea en la realidad de los sustantivos hace, paradójicamente, que sea interminable su número. Los idiomas del hemisferio boreal de Tlön poseen todos los nombres de las lenguas indoeuropeas y otros muchos más.

No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola disciplina: la psicología. Las otras están subordinadas a ella. He dicho que los hombres de ese planeta conciben el universo como una serie de procesos mentales, que no se desenvuelven en el espacio sino de modo sucesivo en el tiempo. Spinoza atribuye a su inagotable divinidad los atributos de la extensión y del pensamiento; nadie comprendería en Tlön la yuxtaposición del primero (que sólo es típico de ciertos estados) y del segundo -que es un sinónimo perfecto del cosmos-. Dicho sea con otras palabras: no conciben que lo espacial perdure en el tiempo. La percepción de una humareda en el horizonte y después del campo incendiado y después del cigarro a medio apagar que produjo la quemazón es considerada un ejemplo de asociación de ideas.

Este monismo o idealismo total invalida la ciencia. Explicar (o juzgar) un hecho es unirlo a otro; esa vinculación, en Tlön, es un estado posterior del sujeto, que no puede afectar o iluminar el estado anterior. Todo estado mental es irreductible: el mero hecho de nombrarlo -id est, de clasificarlo- importa un falseo. De ello cabría deducir que no hay ciencias en Tlön -ni siquiera razonamientos. La paradójica verdad es que existen, en casi innumerable número. Con las filosofías acontece lo que acontece con los sustantivos en el hemisferio boreal. El hecho de que toda filosofía sea de antemano un juego dialéctico, una Philosophie des Als Ob, ha contribuido a multiplicarlas. Abundan los sistemas increíbles, pero de arquitectura agradable o de tipo sensacional. Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Saben que un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos. Hasta la frase "todos los aspectos" es rechazable, porque supone la imposible adición del instante presente y de los pretéritos. Tampoco es lícito el plural "los pretéritos", porque supone otra operación imposible... Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razona que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente.2 Otra escuela declara que ha transcurrido ya todo el tiempo y que nuestra vida es apenas el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra, que la historia del universo -y en ellas nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas- es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse con un demonio. Otra, que el universo es comparable a esas criptografías en las que no valen todos los símbolos y que sólo es verdad lo que sucede cada trescientas noches. Otra, que mientras dormimos aquí, estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre es dos hombres.

Entre las doctrinas de Tlön, ninguna ha merecido tanto escándalo como el materialismo. Algunos pensadores lo han formulado, con menos claridad que fervor, como quien adelanta una paradoja. Para facilitar el entendimiento de esa tesis inconcebible, un heresiarca del undécimo siglo3 ideó el sofisma de las nueve monedas de cobre, cuyo renombre escandaloso equivale en Tlön al de las aporías eleáticas. De ese "razonamiento especioso" hay muchas versiones, que varían el número de monedas y el número de hallazgos; he aquí la más común:

El martes, X atraviesa un camino desierto y pierde nueve monedas de cobre. El jueves, Y encuentra en el camino cuatro monedas, algo herrumbradas por la lluvia del miércoles. El viernes, Z descubre tres monedas en el camino. El viernes de mañana, X encuentra dos monedas en el corredor de su casa. El heresiarca quería deducir de esa historia la realidad -id est la continuidad- de las nueve monedas recuperadas. Es absurdo (afirmaba) imaginar que cuatro de las monedas no han existido entre el martes y el jueves, tres entre e1 martes y la tarde del viernes, dos entre el martes y la madrugada del viernes. Es lógico pensar que han existido -siquiera de algún modo secreto, de comprensión vedada a los hombres- en todos los momentos de esos tres plazos.

El lenguaje de Tlön se resistía a formular esa paradoja; los más no la entendieron. Los defensores del sentido común se limitaron, al principio, a negar la veracidad de la anécdota. Repitieron que era una falacia verbal, basada en el empleo temerario de dos voces neológicas, no autorizadas por el uso y ajenas a todo pensamiento severo: los verbos encontrar y perder, que comportan una petición de principio, porque presuponen la identidad de las nueve primeras monedas y de las últimas. Recordaron que todo sustantivo (hombre, moneda, jueves, miércoles, lluvia) sólo tiene un valor metafórico. Denunciaron la pérfida circunstancia algo herrumbradas por la lluvia del miércoles, que presupone lo que se trata de demostrar: la persistencia de las cuatro monedas, entre el jueves y el martes. Explicaron que una cosa es igualdad y otra identidad y formularon una especie de reductio ad absurdum, o sea el caso hipotético de nueve hombres que en nueve sucesivas noches padecen un vivo dolor. ¿No sería ridículo -interrogaron- pretender que ese dolor es el mismo?4 Dijeron que al heresiarca no lo movía sino el blasfematorio propósito de atribuir la divina categoría de ser a unas simples monedas y que a veces negaba la pluralidad y otras no. Argumentaron: si la igualdad comporta la identidad, habría que admitir asimismo que las nueve monedas son una sola.

Increíblemente, esas refutaciones no resultaron definitivas. A los cien años de enunciado el problema, un pensador no menos brillante que el heresiarca pero de tradición ortodoxa, formuló una hipótesis muy audaz. Esa conjetura feliz afirma que hay un solo sujeto, que ese sujeto indivisible es cada uno de los seres del universo y que éstos son los órganos y máscaras de la divinidad. X es Y y es Z. Z descubre tres monedas porque recuerda que se le perdieron a X; X encuentra dos en el corredor porque recuerda que han sido recuperadas las otras... El Onceno Tomo deja entender que tres razones capitales determinaron la victoria total de ese panteísmo idealista. La primera, el repudio del solipsismo; la segunda, la posibilidad de conservar la base psicológica de las ciencias; la tercera, la posibilidad de conservar el culto de los dioses. Schopenhauer (el apasionado y lúcido Schopenhauer) formula una doctrina muy parecida en el primer volumen de Parerga und Paralipomena.

La geometría de Tlön comprende dos disciplinas algo distintas: la visual y la táctil. La última corresponde a la nuestra y la subordinan a la primera. La base de la geometría visual es la superficie, no el punto. Esta geometría desconoce las paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica las formas que lo circundan. La base de su aritmética es la noción de números indefinidos. Acentúan la importancia de los conceptos de mayor y menor, que nuestros matemáticos simbolizan por > y por <, Afirman que la operación de contar modifica las cantidades y las convierte de indefinidas en definidas. El hecho de que varios individuos que cuentan una misma cantidad logran un resultado igual, es para los psicólogos un ejemplo de asociación de ideas o de buen ejercicio de la memoria. Ya sabemos que en Tlön el sujeto del conocimiento es uno y eterno.

En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo. La crítica suele inventar autores: elige dos obras disímiles -el Tao Te King y las 1001 Noches, digamos-, las atribuye a un mismo escritor y luego determina con probidad la psicología de ese interesante homme de lettres...

También son distintos los libros. Los de ficción abarcan un solo argumento, con todas las permutaciones imaginables. Los de naturaleza filosófica invariablemente contienen la tesis y la antítesis, el riguroso pro y el contra de una doctrina. Un libro que no encierra su contralibro es considerado incompleto.

Siglos y siglos de idealismo no han dejado de influir en la realidad. No es infrecuente, en las regiones más antiguas de Tlön, la duplicación de objetos perdidos. Dos personas buscan un lápiz; la primera lo encuentra y no dice nada; la segunda encuentra un segundo lápiz no menos real, pero más ajustado a su expectativa. Esos objetos secundarios se llaman hrönir y son, aunque de forma desairada, un poco más largos. Hasta hace poco los hrönir fueron hijos casuales de la distracción y el olvido. Parece mentira que su metódica producción cuente apenas cien años, pero así lo declara el Onceno Tomo. Los primeros intentos fueron estériles. El modus operandí, sin embargo, merece recordación. El director de una de las cárceles del estado comunicó a los presos que en el antiguo lecho de un río había ciertos sepulcros y prometió la libertad a quienes trajeran un hallazgo importante. Durante los meses que precedieron a la excavación les mostraron láminas fotográficas de lo que iban a hallar. Ese primer intento probó que la esperanza y la avidez pueden inhibir; una semana de trabajo con la pala y el pico no logró exhumar otro hrön que una rueda herrumbrada, de fecha posterior al experimento. Éste se mantuvo secreto y se repitió después en cuatro colegios. En tres fue casi total el fracaso; en el cuarto (cuyo director murió casualmente durante las primeras excavaciones) los discípulos exhumaron -o produjeron- una máscara de oro, una espada arcaica, dos o tres ánforas de barro y el verdinoso y mutilado torso de un rey con una inscripción en el pecho que no se ha logrado aún descifrar. Así se descubrió la improcedencia de testigos que conocieran la naturaleza experimental de la busca... Las investigaciones en masa producen objetos contradictorios; ahora se prefiere los trabajos individuales y casi improvisados. La metódica elaboración de hrönir (dice el Onceno Tomo) ha prestado servicios prodigiosos a los arqueólogos. Ha permitido interrogar y hasta modificar el pasado, que ahora no es menos plástico y menos dócil que el porvenir. Hecho curioso: los hrönir de segundo y de tercer grado -los hrönir derivados de otro hrön, los hrönir derivados del hrön de un hrön- exageran las aberraciones del inicial; los de quinto son casi uniformes; los de noveno se confunden con los de segundo; en los de undécimo hay una pureza de líneas que los originales no tienen. El proceso es periódico: el hrön de duodécimo grado ya empieza a decaer. Más extraño y más puro que todo hrön es a veces el ur: la cosa producida por sugestión, el objeto educido por la esperanza. La gran máscara de oro que he mencionado es un ilustre ejemplo.

Las cosas se duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro.

Salto Oriental, 1940.

Posdata de 1947. Reproduzco el artículo anterior tal como apareció en la Antología de la literatura fantástica, 1940, sin otra escisión que algunas metáforas y que una especie de resumen burlón que ahora resulta frívolo. Han ocurrido tantas cosas desde esa fecha... Me limitaré a recordarlas.

En marzo de 1941 se descubrió una carta manuscrita de Gunnar Erfjord en un libro de Hinton que había sido de Herbert Ashe. El sobre tenía el sello postal de Ouro Preto, la carta elucidaba enteramente el misterio de Tlön. Su texto corrobora las hipótesis de Martínez Estrada. A principios del siglo XVII, en una noche de Lucerna o de Londres, empezó la espléndida historia. Una sociedad secreta y benévola (que entre sus afilados tuvo a Dalgarno y después a George Berkeley) surgió para inventar un país. En el vago programa inicial figuraban los "estudios herméticos", la filantropía y la cábala. De esa primera época data el curioso libro de Andreä. Al cabo de unos años de conciliábulos y de síntesis prematuras comprendieron que una generación no bastaba para articular un país. Resolvieron que cada uno de los maestros que la integraban eligiera un discípulo para la continuación de la obra. Esa disposición hereditaria prevaleció; después de un hiato de dos siglos la perseguida fraternidad resurge en América. Hacia 1824, en Memphis (Tennessee) uno de los afiliados conversa con el ascético millonario Ezra Buckley. Éste lo deja hablar con algún desdén -y se ríe de la modestia del proyecto. Le dice que en América es absurdo inventar un país y le propone la invención de un planeta. A esa gigantesca idea añade otra, hija de su nihilismo:5 la de guardar en el silencio la empresa enorme. Circulaban entonces los veinte tomos de la Encyclopaedia Britannica; Buckley sugiere una enciclopedia metódica del planeta ilusorio. Les dejará sus cordilleras auríferas, sus ríos navegables, sus praderas holladas por el toro y por el bisonte, sus negros, sus prostíbulos y sus dólares, bajo una condición: "La obra no pactará con el impostor Jesucristo." Buckley descree de Dios, pero quiere demostrar al Dios no existente que los hombres mortales son capaces de concebir un mundo. Buckley es envenenado en Baton Rouge en 1828; en 1914 la sociedad remite a sus colaboradores, que son trescientos, el volumen final de la Primera Enciclopedia de Tlön. La edición es secreta: los cuarenta volúmenes que comprende (la obra más vasta que han acometido los hombres) serían la base de otra más minuciosa, redactada no ya en inglés, sino en alguna de las lenguas de Tlön. Esa revisión de un mundo ilusorio se llama provisoriamente Orbis Tertius y uno de sus modestos demiurgos fue Herbert Ashe, no sé si como agente de Gunnar Erfjord o como afiliado. Su recepción de un ejemplar del Onceno Tomo parece favorecer lo segundo. Pero ¿y los otros? Hacia 1942 arreciaron los hechos. Recuerdo con singular nitidez uno de los primeros y me parece que algo sentí de su carácter premonitorio. Ocurrió en un departamento de la calle Laprida, frente a un claro y alto balcón que miraba el ocaso. La princesa de Faucigny Lucinge había recibido de Poitiers su vajilla de plata. Del vasto fondo de un cajón rubricado de sellos internacionales iban saliendo finas cosas inmóviles: platería de Utrecht y de París con dura fauna heráldica, un samovar. Entre ellas -con un perceptible y tenue temblor de pájaro dormido- latía misteriosamente una brújula. La princesa no la reconoció. La aguja azul anhelaba el norte magnético; la caja de metal era cóncava; las letras de la esfera correspondían a uno de los alfabetos de Tlön. Tal fue la primera intrusión del mundo fantástico en el mundo real. Un azar que me inquieta hizo que yo también fuera testigo de la segunda. Ocurrió unos meses después, en la pulpería de un brasilero, en la Cuchilla Negra. Amorim y yo regresábamos de Sant'Anna. Una creciente del río Tacuarembó nos obligó a probar (y a sobrellevar) esa rudimentaria hospitalidad. El pulpero nos acomodó unos catres crujientes en una pieza grande, entorpecida de barriles y cueros. Nos acostamos, pero no nos dejó dormir hasta el alba la borrachera de un vecino invisible, que alternaba denuestos inextricables con rachas de milongas -más bien con rachas de una sola milonga. Como es de suponer, atribuimos a la fogosa caña del patrón ese griterío insistente... A la madrugada, el hombre estaba muerto en el corredor. La aspereza de la voz nos había engañado: era un muchacho joven. En el delirio se le habían caído del tirador unas cuantas monedas y un cono de metal reluciente, del diámetro de un dado. En vano un chico trató de recoger ese cono. Un hombre apenas acertó a levantarlo. Yo lo tuve en la palma de la mano algunos minutos: recuerdo que su peso era intolerable y que después de retirado el cono, la opresión perduró. También recuerdo el círculo preciso que me grabó en la carne. Esa evidencia de un objeto muy chico y a la vez pesadísimo dejaba una impresión desagradable de asco y de miedo. Un paisano propuso que lo tiraran al río correntoso. Amorim lo adquirió mediante unos pesos. Nadie sabía nada del muerto, salvo "que venía de la frontera". Esos conos pequeños y muy pesados (hechos de un metal que no es de este mundo) son imagen de la divinidad, en ciertas religiones de Tlön.

Aquí doy término a la parte personal de mi narración. Lo demás está en la memoria (cuando no en la esperanza o en el temor) de todos mis lectores. Básteme recordar o mencionar los hechos subsiguientes, con una mera brevedad de palabras que el cóncavo recuerdo general enriquecerá o ampliará. Hacia 1944 un investigador del diario The American (de Nashville, Tennessee) exhumó en una biblioteca de Memphis los cuarenta volúmenes de la Primera Enciclopedia de Tlön. Hasta el día de hoy se discute si ese descubrimiento fue casual o si lo consintieron los directores del todavía nebuloso Orbís Tertius. Es verosímil lo segundo. Algunos rasgos increíbles del Onceno Tomo (verbigracia, la multiplicación de los hrönir) han sido eliminados o atenuados en el ejemplar de Memphis; es razonable imaginar que esas tachaduras obedecen al plan de exhibir un mundo que no sea demasiado incompatible con el mundo real. La diseminación de objetos de Tlön en diversos países complementaría ese plan...6 El hecho es que la prensa internacional voceó infinitamente el "hallazgo". Manuales, antologías, resúmenes, versiones literales, reimpresiones autorizadas y reimpresiones piráticas de la Obra Mayor de los Hombres abarrotaron y siguen abarrotando la tierra. Casi inmediatamente, la realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden -el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo- para embelesar a los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas -traduzco: a leyes inhumanas- que no acabamos nunca de percibir. Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres.

El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles. Ya ha penetrado en las escuelas el (conjetural), "idioma primitivo" de Tlön; ya la enseñanza de su historia armoniosa (y llena de episodios conmovedores) ha obliterado a la que presidió mi niñez; ya en las memorias un pasado ficticio ocupa el sitio de otro, del que nada sabemos con certidumbre -ni siquiera que es falso. Han sido reformadas la numismática, la farmacología y la arqueología. Entiendo que la biología y las matemáticas aguardan también su avatar... Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su tarea prosigue. Si nuestras previsiones no erran, de aquí a cien años alguien descubrirá los cien tomos de la Segunda Enciclopedia de Tlön.

Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne.

1Haslam ha publicado también A General History of Labyrinths.

2Russell. (The Analisis of Mind, 1921, página 159) supone que el planeta ha sido creado hace pocos minutos, provisto de una humanidad que "recuerda" un pasado ilusorio.

3Siglo, de acuerdo con el sistema duodecimal, significa un período de ciento cuarenta y cuatro años.

4En el día de hoy, una de las iglesias de Tlón sostiene platónicamente que tal dolor, que tal matiz verdoso del amarillo, que tal temperatura, que tal sonido, son la única realidad. Todos los hombres, en el veniginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare.

5Buckley era librepensador, fatalista y defensor de la esclavitud.

6Queda, naturalmente, el problema de la matesia de algunos objetos.

martes, 5 de abril de 2011

LAS RAICES DE ISRAEL

1896-1948: de la utopía sionista al Estado judío

Gabriel Albiac*

El nacimiento del Estado de Israel fue —en palabras de Josep Pla, que fue testigo de excepción aquellos primeros años de existencia— «uno de los fenómenos más extraordinarios de la historia». Contrariamente al estereotipo antisemita de una supuesta «potencia judía» que se habría apropiado de una tierra ajena, el movimiento sionista ha sido siempre el movimiento nacional del pueblo judío desprovisto de apoyos, un pueblo perseguido, víctima de un genocidio, al que todos sus vecinos declararon la guerra el mismo día de la fundación de su Estado —conforme, no se olvide, a una decisión de la comunidad internacional— y que corrió el riesgo de resultar aniquilado si se hubiera equivocado al llegar la hora de su decisión histórica. Es de esos orígenes, generalmente ignorados, y del significado histórico del sionismo, de lo que trata el siguiente artículo de Gabriel Albiac, inédito en Internet.

Como sucede con toda palabra inserta en el ámbito pasional de la retórica política, «sionismo» ha acabado por ser un vocablo de significación casi inaprehensible. Tratar de reestablecer su contenido en términos apodícticos es hoy una tarea poco menos que imposible. O lo que es quizás peor, inaudible.

Para el hablante medio de nuestro final del siglo XX, «sionismo» y «antisionismo» componen la pareja nocional contrapuesta a cuyo través designar el conflicto árabe-israelí. En las tradiciones de izquierda más convencionales, «sionismo» suele ser usado como un sinónimo o una variante cualificada de «imperialismo». En las más radicales y en las más incultas, se ha podido hablar incluso —bajo el influjo de la jerga interna de la OLP— de «fascismo sionista». En todos los casos, la designación negativa —«antisionismo»— ha operado funcionalmente como la forma lingüísticamente desplazada de un significante no explicitable en la segunda mitad de siglo, al menos en Europa: «antisemitismo».

Tratemos de restablecer el significado histórico del término.

El sionismo es una ideología política nacida en el medio judío laico —preferentemente socialista— europeo a finales del siglo XIX bajo el impacto de la oleada antisemita cristalizada en el «asunto Dreyfuss», su ciclo se cierra definitivamente con la realización de su programa básico mediante la constitución de un Estado judío en Palestina. El uso del término con posterioridad a esa fecha es metafórico y no designa ningún movimiento social ni político diferenciable.

No es banal recordar un par de características ideológicas de ese movimiento sionista, formalmente constituido en Basilea en el año 1897, antes de pasar a seguir su trayectoria en la fundación del Estado de Israel.

A propósito de ciertos usos impropios del lenguaje, en primer lugar. Es muy habitual hallar en la opinión pública una asimilación espontánea entre sionismo e integrismo religioso: un tópico reconfortante, que asimilaría ortodoxia rabínica con sionismo extremo. Reconfortante y falso. Tanto histórica como teológicamente la asimilación entre sionismo y tradición rabínica es sin más un disparate. El modelo de identificación entre integrismos religiosos y expansionismos territoriales sólo es operativo en tradiciones religiosas que hacen del proselitismo —que, a su vez reposa sobre una hipótesis de salvación universalista— norma ética primera. Es el caso de la tradición cristiana —lo era, al menos, en los no tan lejanos tiempos en que los cristianos se tomaban en serio su dogmatica— y —con más vigor hoy— del Islam. Para el judaísmo «ortodoxo», por el contrario, el proselitismo es una perversión teológica infundada. La elección divina del pueblo no es, ni metafísica ni teológicamente, compatible con la conversión como práctica de masa.

Por eso conviene llamar a las cosas por su nombre. Y conservar un mínimo de memoria histórica. El sionismo no nació en medios rabínicos ni «ortodoxos». Fue esencialmente un fruto del judaísmo laico; es más, lo fue, en buena parte, de sus tendencias más radicales, más entreveradas con el naciente socialismo —los casos de Moses Hess o de Israel Zangwill son suficientemente significativos—, desde finales del siglo XIX. Su objetivo político, definido por su gran configurador doctrinario, Theodor Herzl, en El Estado judío (1896) como proyecto de construcción de un Estado judío en la Palestina otomana, chocó frontalmente con las posiciones mayoritarias del rabinato de la diáspora, que vieron en él una sustitución laica del ideal religioso.

Hasta el día de hoy en Israel, los sectores más literalistas del judaísmo de tradición mesiánica rigurosa siguen rechazando la legitimidad de un Estado constituido sin participación trascendente alguna. Porque, para un «ortodoxo», el Libro es transparente. No habrá Reino mientras no haya Mesías. Todo intento de acelerar su llegada es suplantación blasfema de la obra divina. Y eso es precisamente lo que el sionista, al consolidar un Estado israelí laico, acomete.

Las importantes concesiones otorgadas tras la formación de Israel por David Ben Gurion a ese rabinato ortodoxo no lograron nunca borrar del todo un conflicto básico e irrebasable.

El fracaso de la «Haskala», el movimiento asimilacionista que intentó, primero en Alemania y luego en Rusia una integración plena del judaísmo en Europa, y los pogroms de 1819 y 1881, son los presupuestos inmediatos del ascenso del movimiento de Herzl en favor del retorno a Sión que el Primer Congreso Sionista proclamará en 1897 en Basilea.

En rigor es preciso hablar de tres grandes oleadas migratorias, de tres grandes «aliya» o «ascensos» hacia Jerusalén anteriores a la proclamación del Estado en 1948.

Desde el principio, son los sectores económicamente más desvalidos de la comunidad judía mundial los que inician la instalación en Palestina. Muy ligados al movimiento socialista y a tradiciones sindicalistas combativas, configuran muy temprano —desde 1905— organizaciones obreras que cristalizarán en la formación del socialdemócrata «Poale-Zion de Eretz-Israel» y del más radical «Hapoel-Hatzair», del que surgiría el movimiento juvenil marxista «Hachomer». Sobre todo, se forja la «Histraduth Haovdim be Eretz Israel», Confederación Sindical de los Trabajadores de Israel que será uno de los ejes mayores del cooperativismo y el socialismo israelí.

Desde inicios de siglo, toda la política de los dirigentes sionistas —y, muy en particular, la de Haim Weizmann— estuvo orientada a negociar con las potencias colonialistas la obtención de una autonomía para la importante población judía en proceso de asentamiento en Palestina, fragmento territorial del Imperio Otomano bajo protectorado británico.

La «Declaración Balfour»1 del 2 de noviembre de 1917 es la primera expresión de esas negociaciones. Simultáneamente, Weizmann negoció acuerdos con el rey Feysal de Arabia, más tarde prolongados en las conversaciones con Abdallah de Jordania. El objetivo es la obtención de una mínima nación judía soberana coexistente con su contexto árabe.

A partir de 1920, las relaciones entre los dirigentes sionistas y la Administración británica en Palestina se deterioran en función de la prohibición británica de nuevas emigraciones judías, y los judíos palestinos —tras los importantes pogroms promovidos por la población árabe y tolerados por los británicos en 1929 y 1936— pasan a estructurarse en organizaciones de autodefensa.

La Segunda Guerra Mundial y la explícita toma de partido del «mufti» de Jerusalén en favor de Adolf Hitler lanzan a la población judía hacia la transformación de esas organizaciones de autodefensa en grupos armados que dibujarán el núcleo del futuro ejército israelí. «Irgún», «Stern» y, sobre todo, «Palmach» (Ejército popular) y «Haganah» (Ejército de defensa), emprenderán, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y bajo el trauma del holocausto nazi, la lucha armada contra la Administración británica: son las tesis del llamamiento del año 1946 de la Conferencia Sionista Mundial para la resistencia contra el «Libro Blanco» británico de 1939. La guerra en Palestina ha comenzado.

Bajo ese doble eje (deuda histórica hacia una población exterminada en los campos de concentración y riesgo permanente de guerra civil en Palestina), la ONU busca desesperadamente una salida razonable para la «cuestión judía». Son ya casi seiscientos mil los judíos instalados en «tierra santa» y la tendencia migratoria asciende.

Un primer plan de partición será esbozado en 1946, luego modificado en 1947. La formación de dos Estados, uno árabe y otro judío, sobre la antigua Palestina otomana es aprobada por la Asamblea General de la ONU el 14 de mayo de 1948.

En su forma final, la resolución de la ONU era escasamente favorable para los intereses judíos. Si concedía la existencia de un Estado israelí, no es menos cierto que los territorios y fronteras que le otorgaban era escasos y pobres los primeros e indefendibles las segundas. Basta ponerse ante el mapa trazado por el plan en 1947 para captar la dificilísima situación en que un Estado israelí dividido en dos fragmentos entrecruzados de adversarios se hubiera visto para sobrevivir.

David Ben Gurión acepta, sin embargo, de inmediato los términos de la resolución y proclama la independencia de Israel. La Liga Árabe los rechaza y llama a la guerra santa. La primera guerra árabe-israelí ha comenzado. Y, con ella, la tragedia del pueblo palestino.

Noventa mil soldados egipcios, iraquíes, sirios y jordanos atacan a los setenta mil guerrilleros de la «Haganah». El resultado no puede ser más funesto para los intereses de la población árabe palestina. Contra todas las previsiones, los paramilitares de la «Haganah» barren a los ejércitos regulares árabes. Del territorio inicialmente fijado por la ONU para la formación de su Estado propio, los palestinos verán, como resultado de la guerra, apropiarse, por un lado a Israel, por otro a los países árabes limítrofes. El Estado hebreo incorporará así 6700 kilómetros cuadrados sobre lo previsto y establecerá una línea de frontera menos inverosímil aunque aún militarmente muy vulnerable: en su parte más estrecha, el Estado hebreo no es, en 1948, sino una franja de 14 km entre Cisjordania y el mar. Egipto se apoderará de Gaza. Jordania, de la Samaria bíblica o Cisjordania, que componía la fracción esencial del territorio previsto por la ONU como Estado palestino.

El armisticio que da fin a la guerra en 1949 consagrará un mapa político esencialmente distinto del previsto por la comunidad internacional. Palestina ha muerto antes de haber comenzado a existir. 850.000 de sus habitantes inician su largo exilio. El mundo árabe, bajo proclamas retóricas más o menos lacrimógenas, se desentiende materialmente de ellos. Aún en 1956, Ahmed Chuqueiri, futuro presidente de la OLP, podía proclamar, con el general consenso árabe como «público y notorio que Palestina no es más que Siria del sur».2


Copyright © 2002-2006 Gabriel Albiac
Este artículo se publica bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 2.5

*
Gabriel Albiac es doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y Catedrático de Filosofía en la misma universidad. En 1988 fue Premio Nacional de Literatura (Ensayo) con La sinagoga vacía, un ensayo sobre algunas de las figuras más heterodoxas de la comunidad judeoespañola exiliada en Amsterdam durante el siglo XVII. Este artículo se publicó originalmente en el diario El Mundo. Posteriormente apareció en una antología de artículos de Gabriel Albiac publicados en dicho periódico, titulada Otros mundos y editada por Páginas de Espuma en 2002. Es la primera vez que este artículo se publica en Internet. Aparece en esta Biblioweb con el permiso expreso de su autor. [N. de la Biblioweb]
1
La Declaración oficial del Foreign Office británico, que estaba encabezado por Lord Arthur Balfour, iba dirigida a Lord Rothschild, el gran benefactor sionista, y decía lo siguiente: «El gobierno de Su Majestad ve con buenos ojos el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío, y prestará sus mejores empeños para facilitar el logro de este objetivo, sobrentendiéndose claramente que nada debe hacerse que pueda menoscabar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina, o los derechos y el estado político disfrutado por los judíos en cualquier otro país.» Posteriormente, el Mandato británico para Palestina incluyó la Declaración de Balfour que, específicamente, se refería a «las conexiones históricas del pueblo judío con Palestina» y a la validez moral de «reconstituir su hogar nacional en ese país». El Mandato fue formalizado por los 52 gobiernos de la Liga de las Naciones el 24 de julio de 1922. [N. de la Biblioweb]
2
No se trata ni mucho menos de un caso excepcional: años antes, el representante del Supremo Comité Árabe ante las Naciones Unidas había presentado una declaración a la Asamblea General en mayo de 1947 que decía que «Palestina era parte de la Provincia de Siria» y que «políticamente, los árabes de Palestina nunca fueron independientes en el sentido de formar una entidad política separada». Antes de la partición, en 1937, los palestinos tampoco se veían como una identidad nacional. Por ejemplo, un líder árabe local, Auni Bey Abdul-Hadi, le dijo a la Comisión Peel, la que finalmente recomendó la partición de Palestina: «¡no existe tal país [como Palestina]! ¡'Palestina' es un término que inventaron los sionistas! No hay ninguna Palestina en la Biblia. Nuestro país fue durante siglos parte de Siria». Y en el Primer Congreso de Asociaciones Musulmano-Cristianas, que se reunió en Jerusalén en 1919 para elegir representantes de Palestina a la Conferencia de Paz de París, se adoptó la siguiente resolución: «Consideramos Palestina como parte de la Siria árabe, ya que nunca se ha separado de ella en ninguna época. Estamos conectados con ella por vínculos nacionales, religiosos, lingüísticos, naturales, económicos y geográficos.» [N. de la Biblioweb]

miércoles, 2 de marzo de 2011

REPORTAJE INÉDITO: JORGE DREXLER

Por Jorge Nowens

“NO ES MI VOLUNTAD REPRESENTAR A URUGUAY”

Primavera de 2002. Un bar del pueblo de El Escorial, en la sierra madrileña. Era el tiempo de los triunfitos y España se sorprendía por la “invasión” argentina y se compadecía por los efectos mortales del “corralito”. Por aquel entonces yo era un inmigrante más, sin papeles, y Jorge Drexler ya era Jorge Drexler. Con seis discos en su haber y cantidad de letras y músicas en las gargantas de otros artistas de distintas partes del mundo. No era la súper estrella de la canción –ni falta que le hacía-, pero tampoco uno del montón. Con el descaro típico que impone la necesidad, –y también años de oficio en esto del periodismo- me las ingenié para conseguir su número de teléfono personal mangándolo a otros colegas de la prensa española. Y lo llamé. Desde un teléfono público, porque por no tener no tenía ni un móvil. Le dije que era corresponsal de medios argentinos –mentira piadosa- y que deseaba hacerle un reportaje. Me concedió la cita gracias en parte a mi acento rioplatense –me lo reconoció después- y en parte porque el tipo era así de sencillo, sin vueltas. Debo confesar que mi intención no sólo era generarme un ingreso con dicha entrevista, sino, y más importante, hacerle conocer mis canciones. Ninguna de estas cosas resultó como preveía. Pero la entrevista se realizó, y ahora, nueve años después, al reordenar mis viejos cassettes de maquetas y voces entrañables me encuentro que sigue intacta y espontánea como ayer. Y merece llegar a quienes admiran al artista, y la buena música.


Muchos jóvenes escuchan tu música, pero tus letras tienen una vuelta de tuerca poco común en el mercado joven actual, es más, pareciera que como en el futbol, en la música hubiese una fecha de caducidad para determinados géneros…


J.D.: Para mí un escritor de canciones es como un pintor, o un novelista. A nadie se le ocurre decir que a los cuarenta está terminado. Recién está empezando a dominar algunas técnicas. Yo tengo treinta y siete y recién ahora estoy empezando a dominar algunas cosas que tienen que ver con mi trabajo. Lo que sucede es que éste es un ámbito en donde hay tanto dinero, en el mundo de la canción, y hay un vértigo tan grande, un acceso tan rápido a determinado status económico y de popularidad, que la gente se quema también muy rápido, casi con la velocidad que se quema un futbolista. Hay una razón lógica para que un futbolista pierda competitividad a los treinta y seis, pero no para un cantante. Al revés, vas acumulando experiencias. Es cierto que el mercado del consumo masivo está dirigido a los jóvenes y si te interesa ese mercado, bien. Para mí no es lo importante. El mundo está lleno de gente, también gente joven e inteligente que puede entender algo que va más allá del paquete que se fabrica para enchufárselo a los adolescentes, como una marca de yogurt.

¿Qué ha cambiado en vos desde La luz que sabe robar a hoy, además del paisaje?

J.D.: El cambio de lugar creo ha sido lo más importante. En mi obra los ingredientes han sido casi siempre los mismos. Hay un porcentaje más o menos equivalente del candombe en mis seis discos. Una presencia de los ritmos ternarios, como la chacarera, el pericón, la zamba. A veces más y otras menos, pero siempre están ahí. Al igual que el pop. Lo que consideraba pop en Uruguay. Una sonoridad vinculada con el momento pues no me interesa mucho caer en la nostalgia sistemática. Me gusta mucho la música nueva, estoy bastante al día…

¿Qué te gusta de la música española actual?

J.D.: Me gustan pocas cosas, me refiero a la música española nueva en general. Lo que me más me interesa es la parte de raíz española. El flamenco y todos sus derivados. Creo que en estos momentos en España se vive un mimetismo atrasado. Se copian esquemas de producción y de sonido de hace quince años. Falta un montón de riesgo e innovación. Falta romper con los guetos. Tenés el gueto del rap por un lado, el gueto de la canción de autor que es muy cerrado, el del rock, el del rock latino, el de la música electrónica y el del flamenco, que también es muy cerrado. No interactúan entre sí.. En Uruguay el Candombe tenía su gueto también, hasta los años sesenta, era música de negros como el hip Hop en Estados Unidos, hasta que fue integrado por los músicos de rock y pop de entonces. Rubén Rada fue uno de ellos. En Argentina, por darte un ejemplo, tenés una banda como Bersuit (Vergarabat) que integra muchísimas corrientes musicales distintas, una muestra fiel de la diversidad regional. Aquí eso no es común. Y me cuesta acostumbrarme.

Pero hay más música que Bersuit en Argentina…

J.D.: Sucede que después de escuchar “El Estallido” (“Se viene”, Bersuit Vergarabat, “Libertinaje”, 1998) y después de lo que ocurrió en diciembre (2001, caída del gobierno de De la Rúa y debacle económica en general: comienzo del “corralito”) no me puedo sacar de la cabeza esa canción…

Bien, entonces saltamos a la otra orilla…

J.D.:
Bueno, vengo de ahí, de ese semillero. Me formé en esa estética. Fernando Cabrera, Eduardo Mateo que es la biblia de la música uruguaya. Y Jaime Ros que es Pelé. Jaime grabó un tema mío en su último disco, () lo cual es una satisfacción enorme para mí. Leo Maslíah es otro de los grandes y por supuesto: ¡Rada! (Rubén) a quien admiro mucho como cantante y como showman. Un tipo con un carisma increíble. Cuánto más en serio se lo toma él, me gusta más todavía…

Una de las cosas que más destacan de vos los críticos son tus letras ¿Escribís fuera de la canción?

J.D.: No; fuera de la música, no. Sí; escribo textos para otros artistas pero siempre a partir de una melodía. A veces hago adaptaciones, traducciones de canciones, como lo hice hace poco para Jovanotti (Giusepe) en Italia. También traduje al castellano temas de Meme Cherry, una cantante muy famosa en Londres. Para Miguel Ríos, unas canciones del portugués al español.

Miguel ha cantado temas tuyos…

J.D.: Sí; un par de canciones. Pero como te decía, aunque escriba letras para otros, como Ketama o Rosario (Flores) siempre es partir de la música.
Recién ahora estoy planteándome como un ejercicio empezar una canción desde el texto. Ya he musicalizado a algunos artistas como Pedro Guerra y Pablo Guerrero. Siempre me piden más textos que música, no sé porqué. Para mí una canción tiene que tener la misma proporción: cincuenta por ciento melodía, cincuenta por ciento letra. No hay, en mi opinión, un compuesto activo y un excipiente, como en los medicamentos: todo es compuesto activo.
Tamborero, es un tema que si escuchás por separado la música dice una cosa y la letra otra, es como una contradicción. Pero en conjunto expresa lo que pretendía. Hablar de la tradición con mucho cariño. Sin embargo la música de Tamborero no es tradicional: los tambores están en un cuarto plano, detrás de una batería muy dura, muy fría. Ahí utilicé elementos como el scratch de vinilo que es algo muy nuevo para nada tradicional. Yo creo que una tradición que no muta está muerta, pertenece a la museística. El candombe está vivo porque muta.

¿A cuál de tus canciones sentís que le debés más?¿Tenés alguna en especial, una preferida?


J.D.:
La verdad es que le debo cosas muy diferentes a todas. Ya llevo seis discos, lo que significa períodos diferentes de tu vida, en la que te han pasado muchas cosas. Por suerte no tengo que elegir una canción en especial. A mí me cuesta más describir las canciones que escribirlas. Y por supuesto me es mucho complicado aún tener que elegir entre uno de mis discos.

¿Crees que tu música representa a Uruguay?

J.D.:
Involuntariamente, sí. No es mi voluntad representar a Uruguay. No creo en las embajadas políticas, ni culturales. Primero: No creo en los países. Detalle muy importante que puede sonar raro. Quien escucha mis canciones ya lo sabe, un ejemplo: Frontera.

En tu concepción del mundo parece más llevadera la distancia. Me refiero a la nostalgia, y hasta la culpa que sienten algunos artistas que triunfan lejos de su tierra…

J.D.:
Culpa, no. No considero que haya nada malo. Siento pena. Allí en Uruguay están mis mejores amigos, mi familia, mi ciudad que sigue siendo Montevideo, a pesar que ya hace siete años que me marché. Yo me fui sin bronca. Cuando llegué a España en vez de trabajar de médico y hacer discos pagando, me puse a trabajar de músico, podía vivir de la música. Mi día a día fue levantarme, componer canciones y después ir al estudio a grabarlas. O ir a tocar en vivo. Eso me pareció un privilegio tan grande que dejé un montón de cosas allí, (Uruguay) con cierto sacrificio. Aunque vuelvo por lo menos tres veces al año.

¿Cómo es tu relación con los músicos uruguayos?

J.D.:
Muy buena en general. Soy un enamorado de la música uruguaya. Aunque no creo en los conceptos rotundos, si tuviese que definirme, si tengo que decir de dónde vengo, es de la música uruguaya. De esa genealogía, de ese sistema de postas que comienza con Alfredo Zitarroza, sigue en Eduardo Mateo, en Rubén rada, y confluyen en Jaime Ros. De esas vertientes del folclore y la música Beat. Vertientes que continúan en Fernando cabrera, Ruben Olivera y pasan por mí, y se extienden ahora a nuevas generaciones como la de mis hermanos, Diego y David, Martín Buscaglía y Samantha Navarro. Gente que está haciendo cosas muy interesantes.

¿Cómo te trata el público uruguayo?

J.D.: Allí es donde vendo más entradas y más discos, proporcionalmente hablando. Mis dos últimos fueron discos de oro (Frontera, 1999 y Sea, 2001). Y eso con lo difícil que están las cosas ahora, igual que en Argentina. En este momento casi no hay mercado por allá. La industria está quebrada al igual que el campo. Lo que hay es un pequeño escudo financiero con la guita (dinero) que se fugó de Argentina. Pero es solo un parche económico.

¿Qué proyectos tenés a futuro, musicalmente?

J.D.:
Honestamente, nada. Espero seguir haciendo canciones, tengo muchas cosas pendientes. Una de ellas recorrer el interior de Uruguay. Aunque parezca mentira conozco más el interior de Argentina que el de Uruguay. El interior tiene una personalidad muy definida a diferencia de las capitales que siempre están en el vaivén de las modas. Esa es una deuda que me gustaría saldar. No es que el interior de Uruguay me necesite, yo necesito del interior de Uruguay. Es un contacto con la región entera más que con el país.

En eso no hay muchas diferencias entre Argentina y Uruguay.

J.D.:
Casi ninguna. Para ver esas diferencias aquí en España con un paseo corto es suficiente. En unas horas para arriba o para abajo de Madrid basta para ver lo que cambia la gastronomía, el clima, el paisaje. Hay mucha más diferencia entre un andaluz y un catalán que entre un tipo de Paysandú (Uruguay) y uno de Neuquén (Argentina, a mil doscientos kilómetros de Buenos Aires). Son exactamente lo mismo desde un punto de vista social, cultural…(Jorge se queda pensativo y me suelta) ¿Sabés porqué respondí tan fácil a tu llamada a pesar de estar de vacaciones? Porque tengo una relación muy linda con Argentina. Me siento en deuda. Recibí mucho…y en estos momentos tan duros…(de Argentina). Yo sé cuál es la situación de un argentino en España. La cantidad enorme de inmigrantes que llegan cada día. Bueno, eso está en todos los periódicos. Uruguayos también, claro. Solo el año pasado (2001) se fueron de allí setenta mil personas, más gente que en la dictadura del setenta y cuatro.

Volviendo a la música. Hemos hablado de la de Uruguay, Argentina, España ¿Anglosajona?

J.D.: Me gusta muchas cosas: desde los Beatles a Beck. También Bjork, Neil Finn, (con doble n, me aclara) Ani Difranco. Todos me influyen de distinta manera. Mucho del sonido de mis últimos discos están basados en la visión del folclore que tiene Beck. El trabaja con el folclore norteaméricano, y es totalmente de allá en su forma de cantar, en la sonoridad de su guitarra. Su referencia al folclore más primitivo es ciento por ciento contemporáneo. Ve sus raíces con una lupa nueva. Los samplers, el sistema de collage digital…con los colores de raíz profunda: el banjo, la guitarra acústica y esa voz a lo Woody Guthrie. Inclusive muchas veces la temática de su obra. A mi me gusta eso. Me gusta la gente que respeta su tradición pero la toma como una entidad activa. Hay que meterse en la cama con la tradición, y llegado el momento si es necesario faltarle el respeto. Con todo respeto.

Romper las reglas…

J.D.: Claro, ninguna tradición responde a reglas. La milonga no surge de un sistema conceptual, intelectual, surge porque un tipo agarró la guitarra, que era un instrumento andaluz, lo mezcló con el horizonte de la Pampa, y con algunas sonoridades indígenas, y el resentimiento y la soledad del gaucho…

¿Te gusta el Tango?


J.D.:
Mucho y conozco poco, aunque parezca increíble. Me pasa lo mismo con el flamenco. Tangos he escuchado toda mi vida pero colateralmente. Ahora estoy participando en un proyecto de Gustavo Santaolalla (Músico argentino ganador de dos premios Oscar) que se llama Bajo Fondo y que establece un puente a lo Piazzolla, entre el tango y los sonidos actuales.

¿Qué lees? ¿Cuál es tu literatura predilecta?

J.D.: Ahora estoy abocado a cubrir algunas lagunas de formación. Yo soy una persona que vive de algo para lo que nunca se preparó. Vivo de la canción, pero por sobre todo de las letras. Y tengo una formación biológica, (se recibió de médico, y hasta ejerció como tal unos años en Uruguay) no humanística. Nunca leí a Proust, por ejemplo, ni a Joyce.

¿Borges?

J.D.:
Borges, sí.

¿Benedetti?

J.D.:
Lo leí bastante en una época, al igual que a Onetti. También a Cortázar. Mi preferido es Adolfo Bioy Casares. Actualmente estoy leyendo cosas que tienen que ver con la identidad cultural: Octavio Paz, El laberinto de la soledad, a Ezequiel Martínez Estrada, Radiografía de la Pampa, un libro ácido, muy duro, escéptico, pero con una lucidez y una visión de la realidad regional impresionante. Ah, y a Caetano Veloso, verdad tropical.

¿Poetas?

J.D.:
No soy un lector sistemático de nada. Leo mucho por períodos y dejo de leer del mismo modo. Me gustan Vicente Huidobro, Oliverio Girondo; estuve años en un taller de poesía y ahí era cuando más leía a Neruda, Vallejo, Machado, Lorca...Si me preguntás que textos me gustan dentro de la canción, Sabina para mí es el mejor letrista en castellano que conozco. Por supuesto Serrat, cuanto más atrás en la historia, aún mejor. Sabina, cuánto más adelante. Al revés. Kiko veneno y Javier Ruibal, me gustan mucho. Y en inglés: Leonard Cohen, Bob Dylan…

¿En lo inmediato?

J.D.: Terminar el estudio que estoy armando en mi casa y ponerme a jugar. Me encanta maquetar, experimentar con el sonido. Crear bandas sonoras, como hice en “Botín de guerra”, una película sobre las Abuelas de Plaza de Mayo. La compuse toda en mi casa. Me interesa el trabajo con ordenadores, la tecnología aplicada. Tengo la suerte de vivir de algo que me gusta y que muchas veces tiene algo de juego.

Por último: Gardel ¿es uruguayo o argentino?

J.D.: (Da un respingo) ¡Uruguayo! Mi madre es de Tacuarembó, y allí todo el mundo sabe la historia. Gardel era hijo natural de un personaje muy conocido, se sabe quiénes eran sus hermanos, sus medio hermanos…Pero Uruguay se portó mal con él, trató de conseguir un reconocimiento de la sociedad de Tacuarembó y de su familia, y nunca lo obtuvo.

¿Y el Tango?


J.D.: De las dos orillas. Aún así su nombre está relacionado con Cuba. Mirá, por ejemplo, el famoso “cajón flamenco”, viene de Perú. Es un instrumento afro peruano.

SE PERMITE LA REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL DE ESTE REPORTAJE CITANDO LA FUENTE Y EL AUTOR DE LA ENTREVISTA.
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